Cuando Simón, Carlos y Checho se conocieron, el nuevo siglo apenas comenzaba. Simón conoció a Carlos en una discoteca gay; se miraron, se gustaron, se besaron y decidieron salir. Luego de varios días de visitas al cine y paseos interminables, sus cuerpos se juntaron en la cama de un hotel. Y fue ahí, intentando hacer 'tícuti', que supieron que ambos eran pasivos y que pan con pan, budín. Pero hubo química y decidieron ser amigos. Semanas después, ad portas del año 2000, Carlos conoció a Checho, se miraron, se gustaron y antes de besarlo, porque más valía prevenir que lamentar, preguntó a boca de jarro:
—¿Cuál es tu opción?
—¡Pasivo a morir! —sopló Checho.
No hubieron besos ni caricias, pero desde esa noche y para siempre, los tres se hicieron amigos inseparables, amigos del alma, de esos que en el mundo gay cuesta mucho encontrar.
Los miércoles eran días de cine, los viernes de chifa o pollo a la brasa y los sábados de discoteca. Y cuando alguno la pasaba mal, los otros dos estaban allí. Si alguno sufría por amor o el mundo de pronto apestaba, los otros dos estaban allí.
Simón trabajaba como contador en un empresa textil, Carlos trabajaba en un banco y Checho tenía una tienda de ropa.